Recreación de La última cena, de Leonardo da Vinci. / Pixabay

Ahora que ha comenzado un nuevo curso escolar manifiesto la importancia de la religión en la Historia del Arte, porque no se puede explicar el arte egipcio sin relacionarlo con una religiosidad que impregnaba todas las manifestaciones vitales de aquella multimilenaria civilización. Y el arte griego está claramente vinculado al sentido antropomórfico de la religión y la mitología clásica. Igualmente los preceptos coránicos, que prohíben todas las representaciones figurativas, condicionan profundamente el arte islámico.

También el arte occidental, como toda la historia de Occidente, está indisolublemente unido a la religión como expresión fundamental de un sentido de la vida que, nos guste o no, durante dos milenios ha sido consustancial con nuestra cultura europea. El profesor de Historia del Arte necesariamente, pues, ha de estar continuamente haciendo referencias de tipo religioso, que, cada vez más, van careciendo de sentido para muchos de sus alumnos y que, desde la perspectiva creciente de incultura religiosa, pronto van a ser tan desconocidas como los ‘misterios’ de las antiguas religiones paganas.

Hacer alusiones a las historias del Antiguo Testamento, a la hagiografía, al tetramorfos, a la liturgia católica, incluso a multitud de pasajes de la vida de Jesús, se están convirtiendo en incógnitas incomprensibles para los escolares. Y el profesor de Historia del Arte ya no solo ha de explicar lo que es un bajorrelieve, un fresco mural, un arbotante, una gárgola o un escorzo; aclarar las diferencias entre el Románico, el Gótico o el Renacimiento; analizar las características de la pintura de los primitivos flamencos, los maestros del Barroco o los impresionistas franceses; sino que, además, ha de procurar que sus alumnos encuentren sentido a conceptos tales como presbítero y diácono, clero regular y secular, canónigo, deán y prelado, capa pluvial y dalmática, casulla, estola y bonete, tonsura, roquete y alba, mitra y tiara, cáliz, patena, hisopo, catafalco… Y que Isaac y Jacob, David o Daniel, evangelios canónicos o apócrifos, el Libro del Apocalipsis, la Epifanía, Pentecostés, las Bodas de Caná, el Ecce Homo, los discípulos de Emaús o el Tránsito de la Virgen, no sean personajes y acontecimientos desprovistos del más mínimo significado para los estudiantes tanto en el Instituto como en la Universidad.

 

Sin embargo, desde las catacumbas hasta el siglo XIX, la religiosidad cristiana se manifiesta en todos y cada uno de los capítulos de la Historia del Arte europeo. Así, el arte del medioevo —bizantino, románico, gótico— es la expresión vital de unas épocas en las que la fe era capaz de erigir monumentos que son auténtica maravilla de técnica y de plástica. Y si el Renacimiento no es un mero retroceder hasta el pretérito clásico, sino una gloriosa etapa de progreso en el camino de nuestra civilización, es, entre otras cosas, porque se enriquece con las místicas vivencias del fervor medieval, que aportan todo un riquísimo acervo temático, que se desarrolla pletórico en la estética de los siglos XV y XVI, culminando con Miguel Ángel Buonarroti.

Y, ¿cómo comprender la etapa barroca, gran parte de la obra de Rubens y de Bernini, nuestra imaginería española y nuestros grandes pintores y arquitectos del siglo XVII y buena parte del siglo XVIII, sin tener nociones de lo que la religión era, de lo que la religión influía y de lo que la religión obligaba en aquellos periodos?

La ignorancia religiosa supone también una lastimosa incultura y un lastre para las explicaciones de una asignatura como la Historia del Arte, que sin el estudio de las religiones y, muy concretamente, de la religión cristiana como exponente vital, cultural e histórico de Occidente, es difícil entender. Por lo que es necesario considerarla un auténtico patrimonio que no se debe olvidar y que los planes docentes no habrían de sustituir por opciones increíblemente ridículas.

Fuente: mundiario.com

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