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El miedo a ser auténticamente católicos

29.11.11 | 08:28. Archivado en AutorIglesia Católica
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6423610993_c006b65590_m.jpgHe conocido personas que valoran la Iglesia, sus doctrinas, sus sacramentos, la Escrituras, el humanismo y solidaridad de muchos de sus miembros, incluso la santidad y la experiencia espiritual de sus místicos, y que, sin embargo, nunca entrarían en la institución eclesial por una variedad muy diversa de motivos, en muchos casos muy comprensibles.

El Concilio Vaticano II reconocía que, muchas veces, los propios creyentes somos la causa de que las personas se alejen o no se acerquen a la iglesia. La Constitución Gaudium et Spes(GS), en sunúmero 19, reflexionando sobre el ateísmo moderno decía: “en esta génesis del ateísmo puede muy bien suceder que una parte no pequeña de la responsabilidad cargue sobre los creyentes, en cuanto que… en vez de revelar el rostro auténtico de Dios, se ha de decir que más bien lo velan”.

¿Cómo podemos velar el rostro auténtico de Dios? Seguramente de muchas maneras y muy diversas, si bien, cuando escucho a las personas que son críticas con la Iglesia me parece que una de las cosas que más daño les ha producido son aquellas actitudes de los católicos que más que mostrar “la sincera cooperación de la iglesia para forjar la fraternidad universal” (GS n.3), han hecho aparecer a la Iglesia como una institución ávida de poder terrenal o como una instancia que se sitúa por encima de los demás, juzgando y amonestando de modo farisaico, en vez de acogiendo y poniéndose al servicio de los hombres>, en especila de los más pobres.

Hay que reconocer que, en ocasiones, estas críticas son injustas y desproporcionadas, pero en otros muchos casos, nos muestran a los católicos nuestra infidelidad a la verdadera misión de la Iglesia, que, como nos recordaba el Concilio, es continuar “la obra misma de Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para sanar y no para juzgar, para servir, no para ser servido” (GS. n. 3).

San Pacomio, a quien se atribuye la fundación del monacato cenobítico en Egipto, se hizo cristiano precisamente para poder servir a sus semejantes y ésta es una de las razones más profundas que nos debería mover para pertenecer a la Iglesia.

El discípulo de Cristo no sólo se siente llamado a unirse a Cristo y en él a Todo y todos, sino a colaborar con él en la tarea de solidaridad y santificación de los hombres y de toda la Creación, en especial de los más pobres y marginados, y ésta es la misión de la Iglesia. Todos estamos llamados a realizar una tarea al servicio de los demás, poner nuestros dones recibidos para la edificación del Reino, del Cuerpo Místico de Cristo. Y si no podemos realizar nuestra misión de servicio, algo en nosotros queda sin llevarse a cabo y algo en la historia queda perdido para siempre, pues sólo nosotros podíamos hacerlo.

Es una pena, pues, que quien se siente llamado a seguir a Cristo, tenga miedo de pertenecer a la Iglesia, pues no podrá poner sus dones, recibidos para renovar y vivificar a la Iglesia, al servicio de la misma, no pudiendo realizar en plenitud su misiónThomas Merton cuenta el terror que sentía ante la imagen que tenía de la Iglesia; en su familia protestante, decir “católico” era una palabra fea. Pero también cuenta que tenía el secreto deseo de pertenecer a ella y cómo alcanzó su plenitud personal cuando dio el salto, siendo plenamente consciente de las sombras de la institución (y de las grandes luces) pues se atrevió a vivir lo que sentía que debía vivir: renovar la Iglesia con su aportación humilde.

Es pues mucho lo que nos jugamos si no damos el “salto”, si así sentimos que debemos hacerlo, se trata de nuestra felicidad y realización plenas, alcanzadas cuando salimos de nosotros mismos y cuando ponemos nuestros dones, al servicio de los demás, en este caso en la Iglesia. Nuestro compromiso con los demás y con el cambio colectivo a mejor. No es un camino fácil, como digo encontraremos obstáculos, dentro y fuera, pero es el único que nos permitirá vivir en plenitud, si sentimos que estamos llamados a ello.

Creo que hay mucha gente hoy que ha recibido dones de renovación y santificación de la iglesia, que por miedos interiores y por obstáculos externos, a veces por la intransigencia que encuentran entre los propios cristianos, no ponen esos dones al servicio eclesial, perdiéndose toda esta riqueza humana y espiritual, recibida para ser entregada y acogida en la Iglesia.

En cualquier caso, la Puerta está siempre abierta y la esperanza de que se cruce un día no ha desaparecido, dado que hay muchos en la Iglesia que nos ayudarán a sentirnos acogidos y cuidados dentro de ella .

Además de esta situación que se produce entre los que se sienten alejados de la institución, por desgracia, hay otra experiencia de miedo a ser verdaderamente católico; y ésta se produce entre los que se consideran “muy católicos, muy apostólicos y muy romanos” y, a veces, lo van proclamando a bombo y platillo por todas partes, pero que no se atreven a vivir la misión de acogida, ternura y servicio a los hombres que es la verdadera misión de la Iglesia. Viven atrincherados en sus prejuicios, juzgando y criticando las debilidades del “mundo”, como si ellos no tuvieran ninguna, haciendo aparecer a la Iglesia como una vieja amargada, gruñona y egocéntrica. Y es que ser tiernos y cuidadosos con los demás, mostrar el rostro de Dios Padre Amor, les da pavor, necesitan un Dios Juez, pues no creen en el Amor, no creen de verdad en el Dios de Jesús. Es una situación muy triste, si bien la compasión del Padre también se derrama sobre ellos y quizá podrán encontrar, pese a su soberbia y rigidez, la acogida de los hermanos (quizá de aquellos que tanto critican) que les ayude a ver, de verdad, cual es el rostro de Dios y cual es el verdadero rostro de la Iglesia. Podrán así, tal vez, descubrir cuál es su verdadero corazón y su verdadera misión, aprisionada desde hace tanto en corazas de miedo y agresividad. Hay pues también esperanza para ellos.


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