Francisco de Asís:

Mi madre siempre se enternecía cuando escuchaba hablar de San Francisco, ese hombre santo que lo dejó todo por Jesús, y a la vez lo obtuvo todo. El dulce Francisco, el loco, el caballero de Cristo, el monje ermitaño, el que habla con los animales, el que ama a los leprosos, el piadoso, el rebelde, eran y son sólo algunos de sus apodos.

Pero Francisco era más que eso. De seguro, si muchos de ustedes lo vieran hoy, dirían que padece esquizofrenia (me lo han dicho a mí por mucho menos). Francisco desesperaba si su Señor no le hablaba. Se iba al bosque, cubierto sólo con sus andrajos. La pobreza extrema y la extrema austeridad. El enamorado extremo. Realmente, en conceptos psicológicos, ESTABA LOCO DE REMATE. Qué hermoso loco, loco de amor, loco por Dios, loco por su Jesús. Quería enfermar de Él, lo quería TODO. Mi Dios, mi TODO, solía decir. Háblame!!! gritaba en medio del bosque. El no tenía posturas, él no gustaba de cleros. Pero aún así se tenía por la más pequeña e insignificante de las criaturas. No se creía digno. Veneraba al Papa, y pedía su ayuda, aún sabiendo que la cúpula de la Iglesia lo veía como un joven ricachón excéntrico que había enloquecido. Un día fue a golpearle la puerta al papa según se cuenta, y como Inocencio III ya le conocía, accedió  a verle. Francisco dulce e inocente, le preguntó: ¿qué haces tras este palacio, si nuestros hermanos pobres y enfermos están fuera?... Te imaginarás que Inocencio, tal como el papa actual, se sonrió con amor, pero se quedó en su castillo.

Francisco no tenía ya temores, había dejado todo por Jesús. Cuantos de los que aquí se llaman cristianos se vanaglorian con ese título y siguen engordando sus estómagos, cubriendo su cuerpo de ropajes elegidos, niegan a su hermano, y quien sabe que sinfín de cosas más. Francisco en verdad amaba el espíritu de Cristo. El era puro, amante, como un cachorro. Amaba a Clara no como las gentes pretendían ver. Clara había sido su novia, pero era ahora su seguidora y discípula fiel. ¿Cómo podía ser esto, si Francisco jamás se llamó a sí mismo maestro? No era necesario. Todos, el verlo, despertaban al amor de Cristo. Él enseñaba sin proponérselo, pero lo hacía con el ejemplo de una vida silenciosa, no con vanas palabras intelectuales de sabiduría egótica.

Cierta vez, lo encontró uno de su amigos de antaño llevando piedras para reconstruir una iglesia pequeñita y vieja. Le dijo: Francisco, ven conmigo al vaticano, tendrás tantos seguidores que la orden aportará mucho dinero a la comunidad de Asís; podrás viajar por el mundo llevando tu palabra, y todos te obedecerán. Francisco se sonrió, y miro dulce y a la vez severamente a su amigo, diciéndole: palabras...sólo sabes decir palabras...toma esa roca, y ayúdame...

Mis amados, sobretodos a quienes gustan de llamarse cristianos, insto a que antes de erigirse con tan honorable atributo, miren siquiera un poco la vida de Francisco, y que traten de seguirle como puedan. Es preferible, creedme, tenerse por poco e indigno que creerse en potestad de la verdad crística.

Para despedirme y recordar una vez más a nuestro amado, les dejo la historia de Francisco y el lobo, también el Cantico del Hermano Sol, y les recomiendo una antigua película de Franco Zefirelli, llamada "Hermano Sol, Hermana Luna":

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San Francisco y el lobo de Gubbio

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Cómo San Francisco amansó, por virtud divina,
un lobo ferocísimo

(Florecillas de San Francisco, Capítulo XXI)

En el tiempo en que San Francisco moraba en la ciudad de Gubbio, apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz, que no sólo devoraba los animales, sino también a los hombres; hasta el punto de que tenía aterrorizados a todos los habitantes, porque muchas veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra; y aun así, quien topaba con él estando solo no podía defenderse. Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad.

San Francisco, movido a compasión de la gente del pueblo, quiso salir a enfrentarse con el lobo, desatendiendo los consejos de los habitantes, que querían a todo trance disuadirle. Y, haciendo la señal de la cruz, salió fuera del pueblo con sus compañeros, puesta en Dios toda su confianza. Como los compañeros vacilaran en seguir adelante, San Francisco se encaminó resueltamente hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de muchos de los habitantes, que habían seguido en gran número para ver este milagro, el lobo avanzó al encuentro de San Francisco con la boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la señal de la cruz, lo llamó a sí y le dijo:

-- ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie.

¡Cosa admirable! Apenas trazó la cruz San Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de correr y, obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de San Francisco. Entonces, San Francisco le habló en estos términos:

-- Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer las paces entre tu y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y perros.

Ante estas palabras, el lobo, con el movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y bajando la cabeza, manifestaba aceptar y querer cumplir lo que decía San Francisco. Díjole entonces San Francisco:

-- Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la ciudad te proporcione continuamente lo que necesitas mientras vivas, de modo que no pases ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero, hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?

El lobo, inclinando la cabeza, dio a entender claramente que lo prometía. San Francisco le dijo:

-- Hermano lobo, quiero que me des fe de esta promesa, para que yo pueda fiarme de ti plenamente.

Tendióle San Francisco la mano para recibir la fe, y el lobo levantó la pata delantera y la puso mansamente sobre la mano de San Francisco, dándole la señal de fe que le pedía. Luego le dijo San Francisco:

-- Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre de Dios.

El lobo, obediente, marchó con él como manso cordero, en medio del asombro de los habitantes. Corrió rápidamente la noticia por toda la ciudad; y todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, fueron acudiendo a la plaza para ver el lobo con San Francisco. Cuando todo el pueblo se hubo reunido, San Francisco se levantó y les predicó, diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que no la ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto más de temer no será la boca del infierno. «Volveos, pues, a Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os librará del lobo al presente y del fuego infernal en el futuro.»

Terminado el sermón, dijo San Francisco:

-- Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado su fe de hacer paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día lo que necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su parte el acuerdo de paz.

Entonces, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentarlo continuamente. Y San Francisco dijo al lobo delante de todos:

-- Y tú, hermano lobo, ¿me prometes cumplir para con ellos el acuerdo de paz, es decir, que no harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni a criatura alguna?

El lobo se arrodilló y bajó la cabeza, manifestando con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las orejas, en la forma que podía, su voluntad de cumplir todas las condiciones del acuerdo. Añadió San Francisco:

-- Hermano lobo, quiero que así como me has dado fe de esta promesa fuera de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora a darme fe delante de todo el pueblo de que yo no quedaré engañado en la palabra que he dado en nombre tuyo.

Entonces, el lobo, alzando la pata derecha, la puso en la mano de San Francisco. Este acto y los otros que se han referido produjeron tanta admiración y alegría en todo el pueblo, así por a devoción del Santo como por la novedad del milagro y por la paz con el lobo, que todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y bendiciendo a Dios por haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus méritos, los había librado de la boca de la bestia feroz.

El lobo siguió viviendo dos años en Gubbio; entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, sin causar mal a nadie y sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba cortésmente, y, aunque iba así por la ciudad y por las casas, nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo de dos años, el hermano lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo andar tan manso por la ciudad, les traía a la memoria la virtud y la santidad de San Francisco.

En alabanza de Cristo. Amén.

http://www.franciscanos.org/sfa/gubbio.html

Francisco y el lobo de Gubbio

 

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