Seres transfigurados..., que lo ignoran

 

 

Domingo II Cuaresma

20 marzo 2011

 

Evangelio de Mateo 17, 1-9

 

Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta.

Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.

Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.

Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:

— Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:

— Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.

Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.

Jesús se acercó y tocándolos les dijo:

— Levantaos, no temáis.

Al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús solo.

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:

— No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.

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SERES TRANSFIGURADOS…, QUE LO IGNORAN

 

         Nos hallamos ante un relato que parece calcado del capítulo 24 del Libro del Éxodo, en el que se narra la teofanía del Sinaí. Allí se dice que Moisés subió al monte con tres compañeros (Aarón, Nadab y Abihú), que los cubrió una nube y que, desde ella, Dios les habló el séptimo día.

         Tantas coincidencias nos hacen pensar, una vez más, en el interés de los discípulos por presentar a Jesús como un “nuevo Moisés” que supera al primero. De hecho, es reconocido por la voz como “mi hijo, el amado, mi predilecto”. No sólo eso: quienes lo acompañan, como asintiendo a todo el episodio teofánico, son nada menos que “Moisés y Elías”, es decir, “la Ley y los Profetas”, toda la Escritura sagrada de los judíos.

         ¿Qué puede haber de histórico detrás de un relato tan cargado de simbolismo? No podemos saberlo. Porque lo que nos transmite la narración no es tanto un episodio histórico –en el sentido que nosotros damos a este término-, cuanto la fe de los discípulos quienes, con seguridad, hubieron de percibir en Jesús una “transparencia” o “profundidad” que les impactó profundamente.

        

Si quisiéramos expresar en una frase el significado del relato, quizás habría que decir esto: Jesús es transparencia de lo divino. Porque, como ha escrito Jean Sulivan, “Jesús es lo que acontece cuando Dios habla sin obstáculos en un hombre”; por eso, podemos decir que es un hombre transfigurado. La transfiguración no fue un hecho puntual en la vida del Maestro de Nazaret, sino el estado de su ser.

¿Qué hacía de Jesús un hombre transfigurado? Y ¿en qué se notaba? Según los datos que nos aportan las narraciones evangélicas, lo que mostraba a Jesús como un hombre transfigurado era su bondad, su compasión, su autenticidad, su integridad y coherencia, su libertad, su vivencia de Dios…

Todo ello resulta profundamente coherente, porque, antes que nada, una persona transfigurada es una persona profundamente humana. Todo lo auténticamente humano es transparencia de Dios; o, por decirlo de otro modo, la vivencia de lo humano nos “diviniza”. Quedan atrás, afortunadamente, los viejos dualismos y engañosas dicotomías que enfrentaban lo divino y lo humano como realidades antagónicas. Desde nuestra perspectiva, no son sino las dos caras de una misma realidad. Por ello precisamente podemos abrirnos al misterio de Jesús “Dios-hombre”, desde una nueva clave, mucho más comprensiva y coherente.

Pero una persona transfigurada es, sobre todo, alguien que ha “visto” y, por eso, comprendido, el Misterio luminoso de lo Real, más allá de las conceptualizaciones mentales.

En mi vida, he tenido el regalo de haberme encontrado con dos hombres –uno de ellas ya ha fallecido-, en cuyos ojos pude percibir el Misterio, hasta el punto de que, en los dos casos, para describir lo experimentado, me surgió decir: “En esos ojos he visto a Dios”.

Uno de ellos era teísta; el otro, no. Pero ambos eran místicos, en el sentido original de la expresión: habían “visto” lo Real, más allá de la mente, y eso los había “transfigurado”.

Sin duda, algo de esto es lo que debía percibirse en Jesús: la mirada, el gesto, la actitud… de quien ha “visto”, de quien vive en un nivel de conciencia que trasciende lo mental y capta su identidad profunda, como una identidad no-separada de nadie ni de nada (“El Padre y yo somos uno”; “el que me ve a mí, ve al Padre”; “lo que hacéis a cualquiera de éstos, me lo estáis haciendo a mí”; “tuve hambre y me disteis de comer”…): es la “identidad compartida” y no-dual, que solemos nombrar como Conciencia, Presencia, Quietud, Silencio, Vacío, Dios… Quien lo ha visto y lo vive, queda transfigurado.

 

Es importante subrayar que esa identidad es la de todos nosotros; más todavía, no hay nadie ni nada que no participe de ella. Al ser no-dual, se echan por tierra todas las comparaciones, porque se elimina la raíz misma de la comparación: el modo de conocer dual (mental), que hacía de cada ser un “individuo separado” y enfrentado a los otros.

Al ser nuestra identidad, lo único que nos hace falta es descubrirla. Sólo en la medida en que “veamos”, podremos superar el individualismo superficial que nos asfixia y reconocer y vivir la “Red” que somos, en la que todos formamos parte de todo y nos vivimos a su servicio.

Todos somos personas transfiguradas…, que lo desconocen. Nos ocurre como al león del cuento que, siendo cachorro, fue criado por una manada de burros salvajes. Creciendo entre ellos, creyó ser uno más, llegando a pensar que ésa era su identidad. Un día la manada de asnos fue atacada por un león. Todos ellos huyeron despavoridos. Cuando le león atacante observó que, entre la manada, había uno de su especie que, a pesar de ser más fuerte que él mismo, era presa también del pánico, se propuso liberarlo de semejante engaño. Tras no pocos esfuerzos, logró hacerse con él, lo llevó a un lago cercano y le hizo verse reflejado en el agua. Apenas se vio, descubrió quién era –un león como el que los había atacado- y todos sus miedos desaparecieron automáticamente, emergiendo su fuerza y su valentía. Abandonada su falsa identificación, encontró su verdadero ser.

Así es como nos “salva” Jesús: haciéndonos descubrir nuestro verdadero ser, que vemos reflejado en él, como nuestro mejor espejo –en esta dimensión no-dual en la que, por otro lado, todos somos “espejo” de todos-.

En él encontramos, por tanto, indicaciones que nos conducirán a ese descubrimiento: la vivencia del amor, la bondad, la compasión, la autenticidad, la libertad, la confianza, el silencio, la experiencia de Dios, la Conciencia unitaria…

Pero todo esto requiere una matización o advertencia, en la que se juega la diferencia entre la auténtica espiritualidad y cualquier otro sucedáneo narcisista de los que pululan en ciertas corrientes de la Nueva Era: el sujeto de la transfiguración no es el yo, y si alguien lo dijera de sí, ésa sería la prueba más clara de la falsedad de su afirmación. La transfiguración no es la condición de un “iluminado”, sino la realidad de toda persona… que se ha desapegado de su ego, hasta el punto de no poder reconocerse como un “yo separado”.  

 

Y entonces, en la medida en que “veamos”, descubriremos también que, más allá de tantos límites y tanta negatividad de todo tipo, toda la realidad está ya transfigurada.

Seguramente nos ayudará el hecho de desarrollar nuestra capacidad de admiración y de contemplación, para ver a las personas y a las cosas “más allá” de lo meramente superficial.

Y eso requerirá motivación, entrenamiento y esfuerzo. Porque la mirada habitual de nuestro medio sociocultural no es precisamente ésa, sino otra, caracterizada por el inmediatismo, el pragmatismo y el interés, cuando no por la voracidad y el enfrentamiento. En nuestro momento cultural hay tanta superficialidad y tanto narcisismo que la vivencia de la profundidad, el silencio y la admiración nos resulta extraña.

Frente a semejante pobreza, necesitamos cultivar una mirada que sabe ver en profundidad, descubriendo en cada ser humano, más allá de las apariencias, a un ser transfigurado, porque somos capaces de verlo en su belleza original; una mirada que sabe detenerse ante todo lo que la rodea y es capaz de rendirse ante el Misterio.

 

          www.enriquemartinezlozano.com

 

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